25-marzo-2021
Hace ya un año que nuestras vidas quedaron suspendidas por una pandemia que nos introdujo en la duda, la vacilación, el suspense y el temor. Durante este tiempo, la sociedad española ha manifestado algunos aspectos en los que no ha progresado adecuadamente (jóvenes, mujeres, personas desempleadas). Desgraciadamente, sobresale que su mayor deficiente ha estado en el grupo de personas de mayor edad, aislados e invisibilizados en el inicio, donde la pandemia se ha cobrado las mayores tasas de mortalidad. Aún así, cabe destacar algún aprobado, sobre todo en aquellos aprendizajes que han fomentado una actitud más comprensiva de los unos con las otra y el conocimiento compartido de que, aunque a todas las personas nos afectan las consecuencias de la COVID-19, su intensidad varía según las circunstancias.
Siguiendo el símil académico, la materia de juventud registra una paradoja. Si bien este es el grupo de edad que presenta una mortalidad más baja y los síntomas más leves del virus en la mayoría de los casos, a largo plazo serán los más afectados por sus consecuencias sociales y económicas. Y todavía nos quedaría evaluar sus efectos invisibles, de rango psicológico y emocional, de los que ya existen alguna muestra: la juventud es hoy el grupo social que más padece por su futuro y el más pesimista respecto a sus consecuencias económicas.
Pero el suspenso en la asignatura de juventud española no es exclusivo de este curso académico marcado por la pandemia. Podríamos decir que viene de largo y que la situación derivada de la COVID-19 no ha hecho más que subrayar la tradición de malos resultados en esta disciplina. La juventud española ha partido de una posición socioeconómica pésima para enfrentar la pandemia respecto al conjunto de la población. Con la reforma laboral iniciada en el 2012 se consolidó un modelo de empleo juvenil precario que ha situado hoy a las personas jóvenes en peores condiciones para afrontar su futuro que las generaciones anteriores.
Los menores de 35 años se han visto afectados por dos grandes recesiones en el transcurso de una década (la de 2008 y la del coronavirus). Ellas y ellos sufren y resistirán las consecuencias acumuladas de estas grandes crisis. A ellas se suma la crisis climática. Por lo tanto, el panorama es muy deficiente para nuestra juventud: precariedad estructural (más del 60 % de los asalariados entre 16 y 39 años tienen contratos temporales y serán los primeros en ser despedidos al término de los ERTE), paro (la tasa de paro para los jóvenes de entre 16-24 años asciende al 40 %, y, para los menores de 29 años, la tasa de paro se sitúa en el 28,8 %), salarios más bajos (para el 50 % de los jóvenes menores de 30 años sus salarios no alcanzan, en cómputo anual, el salario mínimo interprofesional), un mercado de la vivienda hostil y un Estado que acumula una deuda que pesa ya sobre sus hombros. Una novedad que nos deja la pandemia es que, por primera vez desde 2013, aumenta el número de jóvenes que ni estudian ni tienen empleo, actualizando el tan ofensivo apelativo de “nini”.
La juventud es un grupo social tan diverso como abigarradas son sus expresiones, manifestación acaso del amplio arco de edad que abarca (de los 16 a los 35 años, aproximadamente) y de los fundamentales cambios a distintos niveles que suceden en su seno. Quizá también este sea otro motivo por el que nuestra juventud esté sufriendo con particular crudeza las repercusiones de este suspenso endémico, ahora acentuado por la COVID-19 en su salud emocional. Acostumbrados a una vida en que la interacción y la socialización desempeñan un papel protagonista, su realidad ha cambiado radicalmente por las medidas de contención del coronavirus. Las consecuencias psicológicas relacionados con problemas de concentración, sentimientos depresivos, ansiedad, desesperanza, tristeza, soledad y apatía afectan más a la gente joven que a la gente mayor. Aunque todas las generaciones se consideran a sí mismas como las más perjudicadas en términos de salud emocional, las personas jóvenes lo hacen en mayor medida que el resto.
Hay que entender que para la gente joven supone un mayor coste en términos de renuncia asumir todas las medidas restrictivas que conlleva hacer frente a la pandemia, sobre todo las que afectan a las relaciones sociales e interacción entre iguales, aspectos vitales durante esta etapa. Toda la sociedad está haciendo un sacrificio histórico para gobernar lo incontrolable, pero la juventud está renunciando a parte de lo que supone ser joven. Nunca fue lo mismo estar a las 22 horas en casa para un joven que para un adulto o un niño, mucho menos ahora. Vivir con un toque de queda derivado del estado de alarma puede ser hoy incómodo para unos, para otros un hábito, pero para una persona joven significa una vida reprimida.
Si antes citábamos las disparidades ínsitas en este tiempo de vida, en su conjunto todas sus caras han sido señaladas desde el prejuicio y el estigma en algún momento de la pandemia, ya fuera como “vectores de transmisión asintomáticos e incontrolables” -término asociado a los de menor edad durante el primer confinamiento-, ya desde el reproche a su actitud poco responsable y la falta de solidaridad con nuestros mayores durante la segunda ola. Cuanto menos, resultan llamativos estos discursos eventuales sobre el comportamiento de nuestra juventud, más aún en esta coyuntura se han encontrado tan faltos de referentes, y sus hábitos, usos y costumbres en pandemia no han sido más que una ampliación del ejemplo adulto. Afortunadamente estas visiones injustas y muy parciales están cambiando.
Cada vez, más estudios nos permiten conocer y comprender mejor cuáles son los efectos y cómo está viviendo nuestra juventud este inusitado contexto. Estos estudios indican que una de las claves para entender su comportamiento está relacionada con “la fatiga pandémica”. Quizás, por un lado, la mayor incidencia de esta “fatiga” en los jóvenes se deba a la creencia de que se les ha culpado de actividades incívicas que no les son exclusivas. Por otro, tampoco se les reconoce el mayor coste personal que supone el cumplimento de las nuevas normas de convivencia y los retos y obstáculos que están afrontando desde el ámbito educativo al laboral. Buena parte de la juventud es consciente de su estigmatización durante la pandemia y sitúan como un problema importante la falta de confianza de la sociedad hacia ellos.
En este sentido, encontramos otro aspecto de este gran suspenso social en la materia: la juventud no se siente reconocida ni representada. Crece la consideración de que sus necesidades no son tenidas en cuenta y que tampoco son el objeto de medidas tomadas por el gobierno. De nuevo, este insuficiente viene de largo, siendo tradicional el escasísimo peso que tiene en la agenda política y en el gasto público las políticas públicas de juventud. Cunde la sensación de que la política es una cosa hecha por gente mayor para gente mayor en la que no se piensa en los y las jóvenes.
En ese marco, se sitúan las preocupaciones de organismos como El Consejo de la Juventud de España que pide medidas para “no dejar atrás, de nuevo, a los jóvenes en esta nueva crisis” o el manifiesto de la Red de Estudios sobre Juventud y Sociedad publicado en noviembre que denuncia una injusta culpabilización de la juventud en la pandemia, reivindicando el esfuerzo que muchos de ellos han hecho para tratar de paliarla.
Conforme la pandemia se alarga en el tiempo, hemos visto cómo se han ido sucediendo distintos tipos de estados de ánimos. Primero fue el miedo, la incertidumbre y la ansiedad, después la soledad y tristeza, seguidas ahora de la fatiga pandémica. Ahora, cuando no sabemos si a la tercera ola le sucederá una cuarta o devendrá en una sucesión de marejadas intermitentes, aflora el hastío y el desánimo más que la rabia o el enfado. Por ello, sería un error buscar una relación causal entre la situación derivada de la pandemia y determinados comportamientos violentos que puedan ser considerados representativo de los jóvenes.
Resulta manifiesto que es necesario recuperar la juventud, más que nunca, y que socialmente activemos mecanismos de compensación para esta asignatura que venimos suspendiendo en demasiados aspectos desde hace ya bastante rato. Para ello, parece fundamental hacer acopio de los aprendizajes no adquiridos para tratar de superarlos y no cometer y subsanar los errores del pasado. Entre ellos, es importante no volver a estigmatizar a la juventud, tampoco despreciarla, así como desarrollar mecanismos en diferentes niveles (empleo, educación, vivienda, etcétera) que favorezcan su protección y bienestar. Para evitar fricciones generacionales, sería deseable impulsar espacios donde nuestra juventud sea protagonista en el desarrollo de estrategias y soluciones de futuro. Sin una juventud protagonista e involucrada resulta difícil imaginar un futuro de esperanza. Y sería injusto que, quienes van a tener que pagar la impresionante hipoteca adquirida para solucionar la crisis que ha traído la pandemia, no participen en su solución, cuando de ellas y ellos ya depende la excelencia de nuestra sociedad futura.
19/03/20